jueves, 1 de diciembre de 2011

Parte seis.

La mansión había adquirido cierto tono burgués en el último mes. Apenas quedaban algunos obreros trabajando en ella. Habían reconstruido las iniciales que custodiaban el inmenso tejado en aquel escudo en forma de óvalo: M.M. Las verjas estaban recién pintadas en negro y en ellas se apreciaban detalles en dorado, lo cual le daba un toque de fantasía.
-Buenos días-me asusté y me giré bruscamente hacia esa dulce voz que provenía de lo que a primera vista parecía una estatua. Enfundada en un hermoso traje de seda rojo pasión, sobre unos bonitos zapatos de charol negro, la dama sostenía aquel maravilloso semblante discretamente maquillado con una tonalidad un tanto pálida. Sus labios en escarlata y sus mejillas sonrosadas daban dulzura al rostro. No sé cuántos años tendría, tal vez 40, tal vez más.- ¿La ve demasiado exuberante?
            Puse gesto de no entender.
-A la casa, me refiero…-prosiguió mirando la mansión-la verdad es que yo hubiese preferido algo más acogedor… Pero mi marido necesita espacio.
            Sonreí sin saber muy bien qué decir. Ella me miró y sonrió con una mirada que hubiese derretido hasta el acero. Intenté articular alguna palabra, para no parecer descortés, pero para entonces ella ya se había desvanecido entre las sombras del callejón contiguo al caserón.

Marcos: Iván me pidió disculpas de parte de Héctor.
Martina: Iván es un buen chico, demasiado bueno, siempre se traga él los problemas del imbécil de turno, le quiere demasiado…
Marcos: es un buen amigo, ya sabes el aprecio que le tiene…
¿Éste finde sales?
Martina: No, se viene Leire a dormir a casa, estoy castigada…
Marcos: ¿por?
Martina: adivínalo.
            Apagué el ordenador sin despedirme de Marcos; sabía lo mucho que le jodía que lo hiciese. Y por eso siempre me iba así, sin darle la oportunidad de decirme que me quería antes de cerrar la sesión.
            Miré el calendario y por primera vez sentí su ausencia. Después de tantísimo tiempo hice cuentas. Cinco meses y veintisiete días. Ése era el tiempo que hacía desde nuestro último encuentro, bajo la lluvia helada frente a la ría.
            Vacilé varias veces pensando en llamarle, y cuando me decidí a no hacerlo intenté recordar inconscientemente su número telefónico. No lo recordaba. Lo busqué entre mis contactos y entonces recordé que lo había borrado. Él era mi pasado, un pasado que ya no me pertenecía.  Me repetí a mi misma que había decidido no llamarle mientras buscaba su número entre mis agendas. Entonces, de una de ella se deslizó un pequeño trozo de papel:
“Me llamas de tarde, ¿vale? Y no lo pierdas, que no me entere yo pequeñita.”
            Por la parte trasera de la nota venía escrito su número. Acaricié su caligrafía, casi tanto o más libre que él, y la quemé.